La fragilidad del bienestar

26 julio de 2013


 

Así las cosas, el proceso de recuperación económica vino acompañado de un proceso también relevante, de recuperación social. Nuestro país pasó de tener en 2004 a más de un tercio de su población por debajo de la línea de pobreza y un 4% de indigentes a reducir su cifra de pobreza en 2012 al 12.4% y apenas 0.5% de indigentes.

Debe recordarse que el concepto de indigencia refiere a aquellos hogares que perciben per cápita menos del equivalente a una canasta básica de alimentos mensual, es decir que no pueden cubrir sus necesidades de alimentación de manera satisfactoria. A su vez, las personas que viven en hogares que están por debajo de la línea de pobreza son aquellas que viven en hogares cuyos ingresos per cápita no alcanzan a cubrir los gastos correspondientes a un nivel de vida razonable, en general por debajo del equivalente a tres canastas básicas de alimentos por mes.

Si nos quedamos con esta imagen podemos decir que nuestro país ha logrado un importante avance en la mejora de la calidad de vida de sus habitantes. Seguramente existe una polémica acerca de la atribución de los méritos correspondientes. Quienes gobiernan el país desde 2005 reivindican como propio ese logro y tienen fundamentos para sostenerlo puesto que pusieron en marcha un Ministerio específico para atender las situaciones sociales y desarrollaron políticas y aplicaron recursos en tal sentido. A su vez, también existe razón en quienes señalan que la enorme bonanza económica que ha disfrutado el país en estos años ha hecho posible esta situación.

Sin embargo, más allá de estos datos, existen otras dos referencias de diagnóstico que obligan a matizar mucho cualquier conclusión eufórica sobre el éxito social alcanzado. Y estas referencias son adicionales a la crítica profunda que nos ha merecido desde hace años el diseño de programas y políticas sociales que han tenido un sesgo profundamente asistencialista que pone en riesgo la estabilidad y la continuidad de los resultados alcanzados.

En efecto, hace un tiempo un equipo de investigadores de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, dirigido por Carmen Midaglia constató que si bien el porcentaje de personas en situación de pobreza se ha reducido al 12.4% señalado, un porcentaje casi idéntico vive en condiciones de significativa vulnerabilidad, es decir que si bien tienen ingresos que están por encima de la línea de pobreza, sin embargo están en una situación que podría cambiar muy fácilmente como efecto de un cambio de tendencia de la situación económica general.

Se podría decir, para ser gráficos, que “están parados haciendo equilibrio sobre la línea de pobreza”, porque este conjunto de ciudadanos que alcanza a representar otro 12% de la población carecen de capital social capaz de enfrentar una adversidad laboral o un riesgo social colectivo.

Buena parte de esta circunstancia es reflejo de la brutal crisis de nuestro sistema educativo y de su incapacidad para operar como el mecanismo tradicional de movilidad social ascendente. También ha influido el fuerte deterioro de la institución familiar como ámbito apropiado de sostén y protección social de sus integrantes.

Para decirlo más claro, no se puede consolidar el bienestar social de una sociedad con la educación en estado de catástrofe. No se puede aspirar a ser una sociedad desarrollada si no tenemos un sistema educativo que funcione adecuadamente y que esté actualizado en los contenidos que trasmite.

Pero, esta semana se conocieron nuevos datos que confirman la precariedad de nuestra situación social. El INE presentó un informe dirigido por Juan José Calvo, que actualiza la situación de nuestra población mirada desde la perspectiva de la satisfacción de sus necesidades básicas. Este enfoque es diferente al de la línea de pobreza porque refiere a la “capacidad instalada” que los hogares uruguayos poseen para cubrir sus necesidades básicas. Obviamente este enfoque requiere de una previa definición de lo que son las necesidades básicas y estas tienen que ver fundamentalmente con la infraestructura disponible, desde la calidad y tipo de vivienda pasando por el hacinamiento, servicios de agua potable, sanitarios y eléctricos, hasta la posibilidad de calefaccionarse.

Pues bien, desde esta perspectiva que permite visualizar la situación social desde un punto de vista estructural de los hogares uruguayos, se nos dice que un tercio de los ciudadanos de este país tienen, al menos, una de estas necesidades sin cubrir.

Es cierto que el estudio incorpora nuevas dimensiones para medir las necesidades básicas con respecto a estudios anteriores y eso está bien. Es más, esta decisión le da mayor mérito al estudio presentado, en la medida que no ha sido benévolo en su medición. Por otra parte, igual que la definición de la canasta básica de alimentos, que sirve para definir el valor de la línea de pobreza, la definición de cuáles son las necesidades básicas es un concepto cambiante que va evolucionando con el tiempo porque las propias sociedades van redefiniendo cuál es el “piso mínimo” aceptable para establecer un nivel de vida digno de sus habitantes.

También es verdad que si la situación de crecimiento económico del país y el consiguiente incremento de los ingresos de los hogares continuara, sería posible que una parte de los que hoy tienen alguna necesidad básica insatisfecha puedan cubrirla, porque en la medida que sus ingresos son superiores a la línea de pobreza esta disponibilidad, aunque sea muy acotada, podría permitirles invertir en mejorar su situación de infraestructura. Pero ello dependerá en buena medida de que estas circunstancias macroeconómicas no cambien; las señales en tal sentido son, por lo menos, ambiguas o directamente preocupantes.

Lo cierto es que si combinamos los datos provenientes de ambas mediciones, debemos concluir que en el Uruguay de hoy, aun luego de la “década fantástica”, alrededor de tres de cada diez uruguayos siguen estando en situación precaria o con riesgo social alto. Si se combinaran las dos formas de medir la pobreza (por ingresos y por satisfacción de necesidades básicas) encontraríamos seguramente un “núcleo duro” de la pobreza profunda que seguramente sea próximo al diez por ciento de la población que tiene varias carencias críticas y carece de ingresos suficientes para satisfacerla. Pero además, seguramente existe casi un quinto adicional de los uruguayos que no la están pasando bien y, sobre todo, están en situación de vulnerabilidad y alta incertidumbre sobre su futuro próximo.

Es ineludible y urgente la transformación de nuestro sistema educativo y el fortalecimiento de la institución familiar para lograr un cambio con resultados de largo aliento. Pero también es imprescindible un cambio en la concepción y diseño de las políticas sociales que se oriente hacia un modelo auténticamente promocional que sustituya las características asistencialistas que están presentes en la actualidad. También debe realizarse un esfuerzo claro por generar una institucionalidad pública sensata y coherente que permita maximizar la eficacia de los recursos públicos asignados a los programas sociales.

Por Pablo Mieres


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